martes, 3 de marzo de 2015

El tiburón


Era un día negro, completamente negro, salvo por los relámpagos que volvían morado el cielo y los rayos que caían a la tierra y al mar. La olas, de mas de diez metros, chocaban con fuerza contra las rocas del fondo, y cubrían por completo la playa, de la que ya no se veía nada de la arena. El viento soplaba con fuerza, derribando los árboles mas flojos y llevándose las veletas que había en las casas. Era un día de miedo, un día que ya había sucedido, en cierto modo.
Max estaba sentado, como cada mañana, en el precipicio de rocas puntiagudas que se alzaba sobre la playa, mirando sin parpadear el va y ven de las olas. Estar allí sentado siempre le había tranquilizado, siempre le había hecho sentir, de algún modo, que formaba parte de la naturaleza y que la naturaleza formaba parte de él: en una ciudad tan grande y contaminada como la suya, aquello era un alivio. Pero aquella vez no. Aquella vez miraba al mar con miedo, como si este no fuese su viejo amigo, si no una fiera que buscase terminar con su vida. Max, desde pequeño, había estado enamorado del mar, y por eso se había hecho surfista. El poder estar en el agua, con su tabla, siguiendo las olas e intentando dominarlas le hacía sentirse único y vivo, le hacía sentir que la vida realmente valía la pena, pero ahora tenía pánico con solo acercarse a la arena. Su vida había sido maravillosa, hasta aquél fatídico día en el que se había topado con aquél ser.
Había sido en una mañana de primavera, una tormenta se acercaba a la ciudad, pero aun quedaban un par de horas de buen tiempo y oleaje moderado. Eran las nueve, y Max nadaba sobre su tabla, mar adentro, aunque no demasiado lejos, en busca de una buena ola que pudiese cabalgar. Estaba con Jhon y Ryan, sus dos mejores amigos. Los tres habían empezado a surfear a la vez, cuando apenas tenían cinco años: el padre de Ryan, surfista profesional, les había enseñado. Los tres iban nadando y riendo, hasta que se pararon para esperar a que viniese la ola perfecta, entonces había sucedido. Ryan había sido el primero en notar que algo no iba bien, y en asustarse:
“––Algo me ha tocado el pie––dijo atropelladamente, pataleando un poco e intentando mirar bajo el agua, en todas las direcciones. Su corazón iba por momentos más y más rápido, sin saber si de verdad había sucedido o había sido imaginación suya. Tenía la sensación de que lo habían marcado, y de que algo le observaba desde el fondo, esperando el momento perfecto para comérselo.
––¿Que?––dijo Jhon, que no había entendido del todo sus palabras, e intento vislumbrar también lo que buscaba su amigo, pero no vio nada: el agua estaba turbia, y lo máximo que alcanzaba a ver eran sus rodillas, pero también se sentía observado..
––Que algo me ha tocado, joder, aquí hay algo––empezó a subir las piernas a la tabla, encogiendo las rodillas y abrazándoselas, completamente asustado.––vámonos. Mi padre me lo dijo. Si hay tormenta cerca no te metas en el mar, que el oleaje saca fuera a las bestias.––Ryan y su padre eran muy supersticiosos con las cosas del mar, pues le guardaban respeto, y conocían de primera mano la cantidad de bestias que podían devorarte en un solo segundo, si no lo hacía el oleaje primero.
––Cállate, eso es una gilipollez––dijo Max, mirando hacía atrás al darse cuenta de que una ola de metro y medio venía hacía ellos. Max no era nada supersticioso, nunca había visto la verdadera furia del océano y de los animales que habitaban en él.––esa es buena, ¿por que no...?
Se paró cuando algo golpeó por debajo la tabla de Jhon, y el niño salió despedido medio metro, hasta que cayó al agua, y comenzó a gritar, al principio de miedo, luego de dolor, mientras poco a poco el agua se teñía de rojo. Algo lo estaba agarrando desde el fondo, con fuerza, zarandeándole, masticándole y mordiendo cada vez mas arriba de su cuerpo, desde las piernas, en busca de tragárselo por completo.
––¡Algo me ha mordido, dios! ¡Ayudadme! ¡Algo me ha mordido!––el chico intentaba mover las piernas con fuerza, pero solo lograba hacerse mas daño contra las mandíbulas que le tenían atrapado por la cintura. Intentó nadar, golpeando el agua con los brazos, pero su histeria era inútil: estaba condenado.––¡Ayudadme!––volvió a gritar, una y otra vez, cada vez con mas gallos, con mas desesperación, mientras la bestia le zarandeaba de un lado para otro.
Entonces sucedió, esa cosa le soltó, Jhon pudo moverse unos segundos, pero algo volvió a agarrarle y tiró de el para arriba, esta vez mordiéndole a la altura del pecho, y la bestia salió. Era un tiburón de al menos siete metros de largo, de piel completamente blanca, y unos ojos enormes a cada lado del morro, de color rojo sangre. Sus dientes, serrados y enormes, estaban manchados por la sangre de su amigo, al que ya le faltaban las piernas. Todo el agua a su al rededor estaba teñida de aquel color escarlata. Max pudo, al fin, soltar un grito de pánico, y Ryan, saliendo también del shock, se tumbó en la tabla, ladeo a la bestia y comenzó a nadar a toda velocidad en dirección a la orilla.
––¡Ryan, espera!––intentó gritar, pero solo le salió un débil susurro. Se aclaró la garganta y comenzó a nadar, cuando ya había dejado atrás a la bestia, que volvía a hundirse en el agua, terminando de devorar a su amigo, volvió a gritar, y esta vez lo consiguió.––¡Ryan, tenemos que ayudarle!
––¿Quieres morir? ¡Jhon ya esta muerto! ¡No tiene piernas, esta perdido, moriría antes de que llegáramos a la orilla!––su voz era débil y entrecortada, pues el chico estaba llorando. Se giró para mirar a su amigo, y su cara se volvió pálida, más aún––¡Nada, Max, joder, nada! ¡Lo tienes detrás!
Max giró un segundo la cabeza, y vio la enorme aleta blanca que le perseguía, a más velocidad de la que él podía ir, y supo con certeza que iba a morir. Movido por la adrenalina del momento, empezó a nadar sobre la tabla a mayor velocidad de la que había nadado nunca, con mayor fuerza, pero sabía que aun así estaba perdido. Nadaba desesperado, esperando, en el fondo, que pasasen los segundos y aquella bestia se abalanzase sobre él. Entonces empezó a llover, y alzó un segundo la mirada. No sabía cuanto tiempo había pasado desde que habían entrado en el agua, pero tenían la tormenta encima. El agua empezó a volverse más turbia, y empezó a zarandearle con violencia, con olas de más de cuatro metros, y entonces, en aquel momento mas oscuro, sucedió algo impensable. La aleta del tiburón paso por su lado, ignorándole, o eso habría pensado, de no ser porque la bestia saco el morro y le miro con aquella sonrisa, como burlándose de él. Le costó mucho entender que pasaba, por qué no le atacaba, y aun no lo entendía del todo, pero lo que si había sabido es que ese monstruo iba a arrebatarle al único amigo que le quedaba.
––¡Ryan, nada! ¡Va a por ti!––gritó con todas sus fuerzas, pero el rugir de la tormenta, el viento y el oleaje impidió que su amigo le escuchase, y no podía alcanzarle.
Nadó siguiendo al tiburón, cerca de su aleta, e intentó chapotear para que fuese a por él: prefería morir a ver como moría su siguiente ser más querido, pues para él, sus amigos estaban por delante que su familia. No logró nada. Estaban ya muy cerca de la orilla, cuando el monstruo blanco dio caza a Ryan, y en vez de comérselo poco a poco, sobre el agua, como hizo con Jhon, lo hundió en el agua de un bocado. Max había llegado a la orilla minutos después, con el corazón a mil por hora, y se había tirado en la arena, mirando hacia el mar, buscando que todo hubiese sido una pesadilla, que de pronto saliesen corriendo sus amigos, riendo, para preguntarle por que estaba tan alterado, pero eso no sucedió. Se había quedado allí tirado, bajo la lluvia, sin rastro del tiburón, mirando el oleaje, escuchando la tormenta, sabiendo que le habían perdonado la vida esta vez, pero que no había sido gratis, nada gratis.

Max no podía quitarse aquella escena de la cabeza. Había pasado hacía ya un mes, y seguía recordándolo como si lo estuviese viviendo en aquel momento. Nunca habían encontrado al tiburón, ni ningún trozo del cuerpo de sus amigos. No tenía nada. No había tumba, no tenía sitio adonde ir a llorar, mas que a aquel precipicio. Se sentía culpable, tendría que haber reaccionado cuando el monstruo tiró a Jhon al agua, tendría que haber ido tras él para devolverle a su tabla, tendría que haber golpeado al tiburón en el morro, como tantas veces le habían enseñado, o tendría que haber servido de cebo para que sus amigos pudiesen escapar, para que hubiesen tenido una oportunidad. Peor no había hecho nada. Había observado, quieto, como la bestia se comía a su amigo, y después había permitido que diese caza a Ryan. Era su culpa, todo era su culpa. Su padre le había dicho que no pasaba nada, que lo atraparían, que le darían caza al tiburón y vengarían a sus amigos, pero sabía que eso no iba a suceder, porque había mirado a los ojos al tiburón y este le había mirado. Había visto su sonrisa, y había sabido con certeza que este se estaba burlando de él, que le había quitado lo más preciado que tenía, para torturarle, y que cuando hubiese pasado el tiempo suficiente y volviese a meterse en el mar, volvería para comérselo a él. Pero no podía más, no podía vivir con esa idea, y mucho menos podía concederle al tiburón la oportunidad de terminar con aquello: no quería morir entre sus fauces, pero tampoco quería vivir sin volver a entrar en el océano, sin surfear. Se puso en pie y anduvo, lentamente, hacía su casa. Estaba completamente empapado. Llevaba puesta una camiseta de manga corta azul con la irónica frase de “Ocean Pacific”, y unos pantalones vaqueros cortos, que chorreaban agua. Su pelo rubio estaba pegado a la cabeza, sin la característica cresta con la que se le solía ver cuando estaba fuera del agua. Sus chanclas resonaban, empapadas, sobre los charcos de agua. Para cuando llegó a su casa ya no quedaba ni una sola gota de él que estuviese seca. Abrió la puerta lentamente, y cerró de un portazo, sabiendo que no molestaría a nadie, pues sus padres estaban trabajando. Subió al cuarto de su padre, abrió el segundo cajón y cogió la pistola que este guardaba y que estaba siempre cargada, pero con el seguro puesto, por si alguien entraba en casa mientras dormían. Fue a su cuarto y cogió la carta que había encima del escritorio y que había escrito hacía ya una semana, y entró en el baño. Se quitó la ropa, para no mancharla, cosa absurda, pues nadie iba a volver a usarla, y se sentó dentro de la bañera. Puso la carta fuera, en el suelo, apuntó con el arma a su frente, y sin pensárselo dos veces, pues llevaba una semana dándole vueltas, apretó el gatillo, deseando en el último segundo que el tiburón se lo hubiese comido a él, y no a sus amigos. Para cuando sus padres llegaron, la bañera ya estaba completamente llena de la sangre de aquel chico de catorce años, al que el mar se lo había quitado todo, y le había perdonado la vida, y su cuerpo estaba completamente frío y blanco. Para cuando llegaron, para cuando quisieron darse cuenta de lo que había sufrido su hijo, y del poco caso que le habían hecho, haciéndole simples promesas de que vengarían la muerte de sus dos almas gemelas, ya era tarde. Para cuando quisieron ayudarle, ya no había nadie a quien ayudar. El tiburón le había quitado la vida a él también, aunque de forma indirecta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario