Era
un día negro, completamente negro, salvo por los relámpagos que
volvían morado el cielo y los rayos que caían a la tierra y al mar.
La olas, de mas de diez metros, chocaban con fuerza contra las rocas
del fondo, y cubrían por completo la playa, de la que ya no se veía
nada de la arena. El viento soplaba con fuerza, derribando los
árboles mas flojos y llevándose las veletas que había en las
casas. Era un día de miedo, un día que ya había sucedido, en
cierto modo.
Max
estaba sentado, como cada mañana, en el precipicio de rocas
puntiagudas que se alzaba sobre la playa, mirando sin parpadear el va
y ven de las olas. Estar allí sentado siempre le había
tranquilizado, siempre le había hecho sentir, de algún modo, que
formaba parte de la naturaleza y que la naturaleza formaba parte de
él: en una ciudad tan grande y contaminada como la suya, aquello era
un alivio. Pero aquella vez no. Aquella vez miraba al mar con miedo,
como si este no fuese su viejo amigo, si no una fiera que buscase
terminar con su vida. Max, desde pequeño, había estado enamorado
del mar, y por eso se había hecho surfista. El poder estar en el
agua, con su tabla, siguiendo las olas e intentando dominarlas le
hacía sentirse único y vivo, le hacía sentir que la vida realmente
valía la pena, pero ahora tenía pánico con solo acercarse a la
arena. Su vida había sido maravillosa, hasta aquél fatídico día
en el que se había topado con aquél ser.
Había
sido en una mañana de primavera, una tormenta se acercaba a la
ciudad, pero aun quedaban un par de horas de buen tiempo y oleaje
moderado. Eran las nueve, y Max nadaba sobre su tabla, mar adentro,
aunque no demasiado lejos, en busca de una buena ola que pudiese
cabalgar. Estaba con Jhon y Ryan, sus dos mejores amigos. Los tres
habían empezado a surfear a la vez, cuando apenas tenían cinco
años: el padre de Ryan, surfista profesional, les había enseñado.
Los tres iban nadando y riendo, hasta que se pararon para esperar a
que viniese la ola perfecta, entonces había sucedido. Ryan había
sido el primero en notar que algo no iba bien, y en asustarse:
“––Algo
me ha tocado el pie––dijo atropelladamente, pataleando un poco e
intentando mirar bajo el agua, en todas las direcciones. Su corazón
iba por momentos más y más rápido, sin saber si de verdad había
sucedido o había sido imaginación suya. Tenía la sensación de que
lo habían marcado, y de que algo le observaba desde el fondo,
esperando el momento perfecto para comérselo.
––¿Que?––dijo
Jhon, que no había entendido del todo sus palabras, e intento
vislumbrar también lo que buscaba su amigo, pero no vio nada: el
agua estaba turbia, y lo máximo que alcanzaba a ver eran sus
rodillas, pero también se sentía observado..
––Que
algo me ha tocado, joder, aquí hay algo––empezó a subir las
piernas a la tabla, encogiendo las rodillas y abrazándoselas,
completamente asustado.––vámonos. Mi padre me lo dijo. Si hay
tormenta cerca no te metas en el mar, que el oleaje saca fuera a las
bestias.––Ryan y su padre eran muy supersticiosos con las cosas
del mar, pues le guardaban respeto, y conocían de primera mano la
cantidad de bestias que podían devorarte en un solo segundo, si no
lo hacía el oleaje primero.
––Cállate,
eso es una gilipollez––dijo Max, mirando hacía atrás al darse
cuenta de que una ola de metro y medio venía hacía ellos. Max no
era nada supersticioso, nunca había visto la verdadera furia del
océano y de los animales que habitaban en él.––esa es buena,
¿por que no...?
Se
paró cuando algo golpeó por debajo la tabla de Jhon, y el niño
salió despedido medio metro, hasta que cayó al agua, y comenzó a
gritar, al principio de miedo, luego de dolor, mientras poco a poco
el agua se teñía de rojo. Algo lo estaba agarrando desde el fondo,
con fuerza, zarandeándole, masticándole y mordiendo cada vez mas
arriba de su cuerpo, desde las piernas, en busca de tragárselo por
completo.
––¡Algo
me ha mordido, dios! ¡Ayudadme! ¡Algo me ha mordido!––el chico
intentaba mover las piernas con fuerza, pero solo lograba hacerse mas
daño contra las mandíbulas que le tenían atrapado por la cintura.
Intentó nadar, golpeando el agua con los brazos, pero su histeria
era inútil: estaba condenado.––¡Ayudadme!––volvió a
gritar, una y otra vez, cada vez con mas gallos, con mas
desesperación, mientras la bestia le zarandeaba de un lado para
otro.
Entonces
sucedió, esa cosa le soltó, Jhon pudo moverse unos segundos, pero
algo volvió a agarrarle y tiró de el para arriba, esta vez
mordiéndole a la altura del pecho, y la bestia salió. Era un
tiburón de al menos siete metros de largo, de piel completamente
blanca, y unos ojos enormes a cada lado del morro, de color rojo
sangre. Sus dientes, serrados y enormes, estaban manchados por la
sangre de su amigo, al que ya le faltaban las piernas. Todo el agua a
su al rededor estaba teñida de aquel color escarlata. Max pudo, al
fin, soltar un grito de pánico, y Ryan, saliendo también del shock,
se tumbó en la tabla, ladeo a la bestia y comenzó a nadar a toda
velocidad en dirección a la orilla.
––¡Ryan,
espera!––intentó gritar, pero solo le salió un débil susurro.
Se aclaró la garganta y comenzó a nadar, cuando ya había dejado
atrás a la bestia, que volvía a hundirse en el agua, terminando de
devorar a su amigo, volvió a gritar, y esta vez lo
consiguió.––¡Ryan, tenemos que ayudarle!
––¿Quieres
morir? ¡Jhon ya esta muerto! ¡No tiene piernas, esta perdido,
moriría antes de que llegáramos a la orilla!––su voz era débil
y entrecortada, pues el chico estaba llorando. Se giró para mirar a
su amigo, y su cara se volvió pálida, más aún––¡Nada, Max,
joder, nada! ¡Lo tienes detrás!
Max
giró un segundo la cabeza, y vio la enorme aleta blanca que le
perseguía, a más velocidad de la que él podía ir, y supo con
certeza que iba a morir. Movido por la adrenalina del momento, empezó
a nadar sobre la tabla a mayor velocidad de la que había nadado
nunca, con mayor fuerza, pero sabía que aun así estaba perdido.
Nadaba desesperado, esperando, en el fondo, que pasasen los segundos
y aquella bestia se abalanzase sobre él. Entonces empezó a llover,
y alzó un segundo la mirada. No sabía cuanto tiempo había pasado
desde que habían entrado en el agua, pero tenían la tormenta
encima. El agua empezó a volverse más turbia, y empezó a
zarandearle con violencia, con olas de más de cuatro metros, y
entonces, en aquel momento mas oscuro, sucedió algo impensable. La
aleta del tiburón paso por su lado, ignorándole, o eso habría
pensado, de no ser porque la bestia saco el morro y le miro con
aquella sonrisa, como burlándose de él. Le costó mucho entender
que pasaba, por qué no le atacaba, y aun no lo entendía del todo,
pero lo que si había sabido es que ese monstruo iba a arrebatarle al
único amigo que le quedaba.
––¡Ryan,
nada! ¡Va a por ti!––gritó con todas sus fuerzas, pero el rugir
de la tormenta, el viento y el oleaje impidió que su amigo le
escuchase, y no podía alcanzarle.
Nadó
siguiendo al tiburón, cerca de su aleta, e intentó chapotear para
que fuese a por él: prefería morir a ver como moría su siguiente
ser más querido, pues para él, sus amigos estaban por delante que
su familia. No logró nada. Estaban ya muy cerca de la orilla, cuando
el monstruo blanco dio caza a Ryan, y en vez de comérselo poco a
poco, sobre el agua, como hizo con Jhon, lo hundió en el agua de un
bocado. Max había llegado a la orilla minutos después, con el
corazón a mil por hora, y se había tirado en la arena, mirando
hacia el mar, buscando que todo hubiese sido una pesadilla, que de
pronto saliesen corriendo sus amigos, riendo, para preguntarle por
que estaba tan alterado, pero eso no sucedió. Se había quedado allí
tirado, bajo la lluvia, sin rastro del tiburón, mirando el oleaje,
escuchando la tormenta, sabiendo que le habían perdonado la vida
esta vez, pero que no había sido gratis, nada gratis.
Max
no podía quitarse aquella escena de la cabeza. Había pasado hacía
ya un mes, y seguía recordándolo como si lo estuviese viviendo en
aquel momento. Nunca habían encontrado al tiburón, ni ningún trozo
del cuerpo de sus amigos. No tenía nada. No había tumba, no tenía
sitio adonde ir a llorar, mas que a aquel precipicio. Se sentía
culpable, tendría que haber reaccionado cuando el monstruo tiró a
Jhon al agua, tendría que haber ido tras él para devolverle a su
tabla, tendría que haber golpeado al tiburón en el morro, como
tantas veces le habían enseñado, o tendría que haber servido de
cebo para que sus amigos pudiesen escapar, para que hubiesen tenido
una oportunidad. Peor no había hecho nada. Había observado, quieto,
como la bestia se comía a su amigo, y después había permitido que
diese caza a Ryan. Era su culpa, todo era su culpa. Su padre le había
dicho que no pasaba nada, que lo atraparían, que le darían caza al
tiburón y vengarían a sus amigos, pero sabía que eso no iba a
suceder, porque había mirado a los ojos al tiburón y este le había
mirado. Había visto su sonrisa, y había sabido con certeza que este
se estaba burlando de él, que le había quitado lo más preciado que
tenía, para torturarle, y que cuando hubiese pasado el tiempo
suficiente y volviese a meterse en el mar, volvería para comérselo
a él. Pero no podía más, no podía vivir con esa idea, y mucho
menos podía concederle al tiburón la oportunidad de terminar con
aquello: no quería morir entre sus fauces, pero tampoco quería
vivir sin volver a entrar en el océano, sin surfear. Se puso en pie
y anduvo, lentamente, hacía su casa. Estaba completamente empapado.
Llevaba puesta una camiseta de manga corta azul con la irónica frase
de “Ocean Pacific”, y unos pantalones vaqueros cortos, que
chorreaban agua. Su pelo rubio estaba pegado a la cabeza, sin la
característica cresta con la que se le solía ver cuando estaba
fuera del agua. Sus chanclas resonaban, empapadas, sobre los charcos
de agua. Para cuando llegó a su casa ya no quedaba ni una sola gota
de él que estuviese seca. Abrió la puerta lentamente, y cerró de
un portazo, sabiendo que no molestaría a nadie, pues sus padres
estaban trabajando. Subió al cuarto de su padre, abrió el segundo
cajón y cogió la pistola que este guardaba y que estaba siempre
cargada, pero con el seguro puesto, por si alguien entraba en casa
mientras dormían. Fue a su cuarto y cogió la carta que había
encima del escritorio y que había escrito hacía ya una semana, y
entró en el baño. Se quitó la ropa, para no mancharla, cosa
absurda, pues nadie iba a volver a usarla, y se sentó dentro de la
bañera. Puso la carta fuera, en el suelo, apuntó con el arma a su
frente, y sin pensárselo dos veces, pues llevaba una semana dándole
vueltas, apretó el gatillo, deseando en el último segundo que el
tiburón se lo hubiese comido a él, y no a sus amigos. Para cuando
sus padres llegaron, la bañera ya estaba completamente llena de la
sangre de aquel chico de catorce años, al que el mar se lo había
quitado todo, y le había perdonado la vida, y su cuerpo estaba
completamente frío y blanco. Para cuando llegaron, para cuando
quisieron darse cuenta de lo que había sufrido su hijo, y del poco
caso que le habían hecho, haciéndole simples promesas de que
vengarían la muerte de sus dos almas gemelas, ya era tarde. Para
cuando quisieron ayudarle, ya no había nadie a quien ayudar. El
tiburón le había quitado la vida a él también, aunque de forma
indirecta.
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